Un secuestro amigdalar de tres millones de dólares

El mordisco de Mike Tyson a la oreja de Evander Holyfield durante el combate por el título de los pesos pesados de 1997 le costó tres millones de dólares -la penalización máxima que per­mitía su bolsa de treinta millones de dólares- y un año de sus­pensión.

En cierto modo podríamos decir que Tyson fue víctima de su sistema de alarma cerebral, un sistema ligado al funcionamiento de la amígdala, situada en el antiguo cerebro emocional -al que se conoce como sistema límbico- que circunda el tallo cerebral.

La región prefrontal -el centro ejecutivo- está conectada a través de una especie de superautopista neuronal con la amígda­la, que actúa a modo de sistema de alarma cerebral, un dispositi­vo que ha tenido un extraordinario valor para la supervivencia durante los millones de años de evolución del ser humano.

La amígdala es el banco de la memoria emocional del cere­bro, el lugar en el que se almacenan todas nuestras experiencias de éxito, fracaso, esperanza, temor, indignación y frustración, ac­tuando a modo de un centinela que supervisa toda la información que recibimos -es decir, todo lo que vemos y oímos, por ejemplo, instante tras instante- para valorar las amenazas y las oportuni­dades que van presentándose, cotejando lo que está ocurriendo con las pautas almacenadas de nuestras experiencias pasadas. En el caso de Tyson, el cabezazo que recibió de Holyfield desenca­denó un aluvión de recuerdos de cuando, ocho meses antes, su contendiente hiciera lo mismo en otro combate por cuyo resulta­do se quejó ostensiblemente. Como consecuencia de todo ello, Tyson experimentó un «secuestro amigdalar», una reacción ins­tantánea de consecuencias desastrosas.

A lo largo de la historia de la evolución, la amígdala ha recu­rrido a las pautas de la memoria almacenadas para registrar y res­ponder de inmediato a cuestiones tales como «¿soy su presa o es la mía?», situaciones en las que el hecho de detenerse a ponderar o reflexionar el caso hubiera resultado ciertamente suicida.

De modo que la respuesta cerebral ante las situaciones críticas sigue ateniéndose todavía a esa misma estrategia ancestral -agu­dizar los sentidos, detener el pensamiento complejo y disparar repuestas automáticas reflejas-, una estrategia que en la vida actual puede tener consecuencias lamentables.

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