Inteligencia emocional: la prioridad perdida

Cada vez es mayor el número de empresas cuya filosofía re­conoce la importancia del desarrollo de las habilidades relacio­nadas con la inteligencia emocional. Según explicaba un directi­vo de Telia, la empresa sueca de telecomunicaciones: «ya no se trata de competir en tomo a un determinado producto sino que también debemos tener en cuenta el modo en que tratamos a las personas» y, por su parte. Linda Keaan, vicepresidenta de desa­rrollo ejecutivo de Citibank. me comentaba que «la inteligencia emocional se ha convertido en la premisa fundamental de cual­quier programa de formación en gestión empresarial».

En muchas ocasiones he escuchado frases semejantes a las siguientes:

 

• El presidente de una empresa ligada a la industria aeroespacial que da trabajo a un centenar de personas me contó que Allied Signal. una de las principales compañías aéreas a las que provee de suministros, exigía que tanto él como sus empleados estuvieran adiestrados en el hoy en día omni­presente abordaje de los «círculos de calidad». «Querían que funcionáramos mejor como equipo, lo cual resulta, por cierto, muy loable -me decía- pero no tardamos en descubrir que era algo sumamente complicado porque ¿cómo puede usted formar un equipo si antes no ha cons­tituido un grupo? Y el hecho es que, para poder crear este vínculo grupal, necesitábamos desarrollar previamente nuestra inteligencia emocional.»

• «Hemos sido muy eficaces -me explicaba un directivo de Siemens AG- en aspectos tales como el aumento de la pro­ductividad gracias a la remodelación y agilización del pro­ceso de fabricación. Pero, aun cuando hayamos cosechado un cierto éxito, nuestra curva de desarrollo sigue bajando. Necesitamos aprovechar mejor las capacidades de nuestro personal -maximizar nuestro potencial humano- para lo­grar invertir esta tendencia. Es por esto por lo que no ceja­mos en nuestro empeño de tratar de fomentar la inteligen­cia emocional de nuestra empresa.»

• Y un antiguo jefe de proyectos de la Ford Motor Company re­lataba cómo utilizó los métodos de «formación empresa­rial» desarrollados en la Sloan School of Management del MIT [Massachusetts Institute of Technology] para rediseñar el Lincoln Continental. Según afirmaba este ejecutivo, el aprendizaje de la inteligencia emocional había sido para él una suerte de revelación: «éstas son precisamente las ap­titudes que debemos fomentar si queremos consolidar una estructura de aprendizaje realmente eficaz».

 

Una encuesta realizada en 1997 por la American Society for Training and Development sobre las prácticas más usuales de las principales empresas demostró que cuatro de las cinco empresas consultadas no sólo tratan de alentar el aprendizaje y el desarro­llo de la inteligencia emocional entre sus empleados sino que también la tienen en cuenta a la hora de evaluar el rendimiento de éstos y en su política de contratación.

Tal vez el lector se pregunte, a esta altura, por el sentido del presente libro. Y habría que contestar, a este respecto, que la ma­yor parte de los esfuerzos invertidos por casi todas las empresas que tratan de promover la inteligencia emocional no sólo han sido insuficientes sino que también han representado un coste muy elevado en términos de tiempo, energía y dinero. Por ejem­plo, el estudio más sistemático realizado sobre la rentabilidad de la inversión realizada en el aprendizaje del liderazgo demostró (como veremos en la cuarta parte) que un conocido seminario de una se­mana de duración para ejecutivos de alto nivel tenía en realidad un efecto levemente negativo en el posterior desempeño laboral de los participantes.

El mundo empresarial está comenzando a despertar a la evi­dencia de que hasta los programas de formación más caros pue­den funcionar mal, como ocurre con más frecuencia de la dese­ada. Y esta insuficiencia resulta patente en un momento en que la inteligencia emocional, tanto a nivel individual como colec­tivo, se revela como el ingrediente fundamental de la competitividad.

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